sábado, 14 de julio de 2012

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El extraño
 [Cuento. Texto completo]
 H.P. Lovecraft
http://ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/el_extrano.htm


 Infeliz esaquel a quien susrecuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel quevuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintosde cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, ohacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales ygrotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en lasalturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron...a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo,me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esosrecuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá,hacia el otro.
No  sé dónde nací, salvo que el castilloera infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altoscielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Laspiedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamentehúmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas decadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solíaencender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio;tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas seelevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra,sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, peroestaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpadomuro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en eselugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haberatendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a personaalguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas,murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera queme haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que miprimera representación mental de una persona viva fue la de algosemejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como elcastillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y losesqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en lasprofundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas conlos hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras encolores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esoslibros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y norecuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., nisiquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabrahablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismouna cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo yme limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figurasjuveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía concienciade la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútridofoso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enterassoñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentesalegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Unavez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba delcastillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado decrecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por elcamino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubresilencio.
Y así, a través de crepúsculos sinfin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en minegra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pudepermanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa únicatorre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cieloexterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque mecayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, quevivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subílos vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde seinterrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantesdonde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo ypavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro,ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantadosmurciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya quepor más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban yun frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió.Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, dehaberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la nochehabía caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre enbusca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera yarriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de unainterminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipiciocóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supeentonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, algunaclase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé unobstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino unmortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que suviscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteandosiempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha haciaarriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizabaambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, amedida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento miascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura queconducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia quela torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosacámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratandoque la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento.Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante ecode su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarlacuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una alturaprodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, meincorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventanaque me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esasestrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron,ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertasde aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Másreflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergaraquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillosubyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marcode una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficierugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puertaestaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos losobstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasismás puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, yen el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde lapuerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendorestaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueñosy en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que habíaalcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños queme separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndometropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estabatodavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras uncuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarmedesde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir laluna.
De todos los impactos imaginables,ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamenteinconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror delo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que elespectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso,ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionanteperspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, seextendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que latierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas demármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyodevastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verjay avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía endos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente,persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmosodescubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni meimportaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, peroestaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. Nosabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y miscircunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleantemarcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente quehacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto;unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo parainternarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo algunaruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una sendaolvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyosrestos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente muchotiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de doshoras cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerablecastillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesaarboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno deintrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que variasde las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempoque se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo queobservé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas,inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos dela más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas,miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, quedepartían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la vozhumana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas carastenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otrasme eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y meintroduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mimente saltaba del único instante de esperanza al más negro de losdesalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, seprodujo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podidoconcebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entretodos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horribleintensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas lasgargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y enmedio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendoarrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojoscon las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante,derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperadointento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillanterecinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellosespeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquelloque me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecíavacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar unapresencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado queconducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que meaproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez;y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullidohorrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé entoda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible,inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, habíaconvertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera deciraproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo quees impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era unafantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; lapútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que latierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe queno era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sinembargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgoscarcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejanareminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadasropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero notanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: untropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me teníaapresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados poraquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban acerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veíaahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, peroestaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mivoluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar miequilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer.Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad dela cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Pocomenos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detenera la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto misdedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía pordebajo del arco dorado.
No chillé, pero todos lossatánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieronpor mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha deanonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo loocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y susárboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo másterrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome desoslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe elbálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En elsupremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y elestallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes.Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché acorrer rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné almausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía moverla trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiarel viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas,burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juegoentre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido vallede Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo laluz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para míla alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la GranPirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casila amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dadola calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a estesiglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde queextendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marcodorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorablesuperficie del pulido espejo.
FIN


cuentosde H.P. Lovecraft

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