sábado, 25 de agosto de 2012

Para leer y comentar...


Misa de gallo
 [Cuento. Texto completo]
 J. M. Machado de Assis

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/por/machado/misa_de_gallo.htm

 Nunca pudeentender la conversaciónque tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ellatreinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a lamisa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaríaa medianoche.
La casa en la que estaba hospedadoera la del escribano Meneses, que había estado casado en primerasnupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madrede ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río deJaneiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo enaquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocasrelaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, lamujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.
A las diez de la noche toda lagente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía.Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando aMeneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces lasuegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él norespondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañanasiguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses teníaamoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa unavez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de laconcubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando queestaba bien hecho.
¡Qué buena Concepción! La llamabansanta, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente losolvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sinextremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecíamahometana; bien habría aceptado un harén, con las aparienciasguardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado ypasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo quellamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonabatodo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.
Aquella noche el escribano habíaido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya enMangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para verla misa de gallo en la Corte. La familia se recogió a la hora decostumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahípasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie.Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía elescribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.
-Pero, señor Nogueira, ¿qué haráusted todo este tiempo? -me preguntó la madre de Concepción.
-Leer, doña Ignacia.
Llevaba conmigo una novela, Lostres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio.Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz deun quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballode D'Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebriode Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbranhacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, decasualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó adespertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de lasala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse enla puerta, era Concepción.
-¿Todavía no se ha ido? -preguntó.
-No, parece que aún no esmedianoche.
-¡Qué paciencia!
Concepción entró en la sala,arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a lacintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida demi novela de aventuras.
Cerré el libro; ella fue asentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Lepregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ellarespondió enseguida:
-¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yosola.
La encaré y dudé de su respuesta.Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haberempezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría unsignificado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertirque precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese parano preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.
-Pero la hora ya debe de estarcerca.
-¡Qué paciencia la suya de esperardespierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedolas almas del otro mundo?
Observé que se asustaba al verme.
-Cuando escuché pasos, me parecióraro; pero usted apareció enseguida.
-¿Qué estaba leyendo? No me diga,ya sé, es la novela de los mosqueteros.
-Justamente; es muy bonita.
-¿Le gustan las novelas?
-Sí.
-¿Ya leyó La morenita?
-¿Del doctor Macedo? La tengo alláen Mangaratiba.
-A mí me gustan mucho las novelas,pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?
Comencé a nombrar algunas.Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metíalos ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. Devez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos.Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunossegundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y seapoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de lasilla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.
"Tal vez esté aburrida", pensé.
Y luego añadí en voz alta:
-Doña Concepción, creo que se vallegando la hora, y yo...
-No, no, todavía es temprano.Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si noduerme de noche es capaz de no dormir de día?
-Lo he hecho.
-Yo no; si no duermo una noche, alotro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también esque me estoy haciendo vieja.
-Qué vieja ni qué nada doñaConcepción.
Mi expresión fue tan emotiva quela hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudestranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado dela sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta deldespacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba unaimpresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no se quécadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; esegesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se deteníaalgunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugaralgún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa depor medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresade encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía,es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me laquería perder.
-Es la misma misa de pueblo; todaslas misas se parecen.
-Ya lo creo; pero aquí debe habermás lujo y más gente también. Oiga, la semana santa en la Corte es másbonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, ylas de San Antonio...
Poco a poco se había inclinado;apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entresus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caíannaturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menosdelgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era unanovedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, laimpresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesarde la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia deConcepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo loque pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas quese me ocurrían.
Hablaba enmendando los temas, sinsaber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo parahacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todosiguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; lanariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aireinterrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:
-¡Más bajo! Mamá puede despertarse.
Y no salía de aquella posición,que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente,no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamoslos dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedabaseria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó;cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a milado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de laschinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bataera larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras.
Concepción dijo bajito:
-Mamá está lejos, pero tiene elsueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.
-Yo también soy así.
-¿Cómo? -preguntó ella inclinandoel cuerpo para escuchar mejor.
Fui a sentarme en la silla quequedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rió de lacoincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueñosligeros.
-Hay ocasiones en que soy igual amamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la camaa lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme ynada.
-Fue lo que le pasó hoy.
-No, no -me interrumpió ella.
No entendí la negativa; puede serque ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de labata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilladerecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de unahistoria de sueños y me aseguró que únicamente había tenido unapesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla sefue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuentani de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o unaexplicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba denuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:
-Más bajo, más bajo.
Había también unas pausas. Dos otres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por uninstante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiesecerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de loembebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió acerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que meaparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una deésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas erasimpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazoscruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso unade sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé queiba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese unescalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde meencontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo quequedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de lapared.
-Estos cuadros se están haciendoviejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.
Chiquinho era el marido. Loscuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representabaa "Cleopatra"; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgaresambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.
-Son bonitos -dije.
-Son bonitos, pero estánmanchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dossantas. Estas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o debarbero.
-¿De barbero? Usted no ha ido aninguna barbería.
-Pero me imagino que los clientes,mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, ynaturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figurasbonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Eslo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea,no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción,mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en lapared, ni yo quiero, está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo lade la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo quellegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ellacontaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocabapereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia.Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unasanécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todomezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló delpresente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que,desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no erannada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisieteaños.
Y ahora no se cambiaba de lugar,como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía losgrandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.
-Necesitamos cambiar el tapiz dela sala -dijo poco después, como si hablara consigo misma.
Estuve de acuerdo para deciralguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que seaque fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabarla charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y losdesviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que parecieraque me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo losojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencioera total.
Llegamos a quedarnos por algúntiempo -no puedo decir cuánto- completamente callados. El rumor, únicoy escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó deaquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontréla manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, porfuera, y una voz que gritaba: "¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!"
-Allí está su compañero, quégracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene adespertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.
-¿De verdad? -pregunté.
-Claro.
-¡Misa de gallo! -repitieron desdeafuera, golpeando.
-Vaya, vaya, no se haga esperar.La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.
Y con la misma cadencia delcuerpo, Concepción entró por el corredor adentro, pisaba mansamente.Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos deallí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción seinterpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe estopor mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé dela misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar lacuriosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre,natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de lavíspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río deJaneiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía.Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré.Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de sumarido.

No hay comentarios.: