miércoles, 20 de junio de 2012

Para leer...

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La mañana verde
Cuento.
Texto completo de Ray Bradbury.

Cuando el sol se puso, el hombre seacuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó elcrepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca ymasticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto deotros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas delalba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantescanales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacíade espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridada otra.           
Se llamaba Benjamín Driscoll, teníatreinta y un años, y quería que Marte creciera verde y altocon árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire queaumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudadesabrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno.Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta oconvertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas ycolumpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol.Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para lospulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostadode noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.
Benjamín Driscoll escuchaba cómola tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y laslluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo yescuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdesbrotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo enel cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosquevespertino, un huerto brillante.
En las primeras horas de lamañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadascolinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocosminutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera yempezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando,sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando,siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez másbrillante a medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuegonocturno.
El fuego era un rubicundo y vivazcompañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormíaallí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aireenrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto... Es como vivir enla cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. Entreinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había quedesarrollar los pulmones o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. Elfuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban lahistoria de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidosplantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo plantorobles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros ycastaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabricoaire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estosaños, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Comootros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo?¿Habrá trabajo para mí?           
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien leapretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijoel médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos nopueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente sele oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respirócon fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.           
-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengoque quedarme!
Lo dejaron allí, acostado,boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Memandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los camposy colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguidaque no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierradesnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó,mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Yen la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillasde los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Porsupuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de lospulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfagade oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos,el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea,luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría unaprivada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y lasplantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habíandesaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres,grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos.¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba elsuelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, lasflores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-.¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosasque crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años,antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, losalimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes,y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.           
-Entretanto, ésta será su tarea-dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no sonmuchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estasprimeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que susplantaciones no contarán con muchas simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simplemotocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a estevalle solitario, y echó pie a tierra.           
Eso había ocurrido hacía treintadías, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sidodescorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecíapoco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda sucampaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre latierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco apoco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad,aguardando la llegada de las lluvias.
Mientras se cubría los hombros conla manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas.Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintióalrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche ibanempapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tannegra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de lamano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas delarguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de vozenorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizassoñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el airetranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó. Y extendió lamano para sentir la lluvia-. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve enla frente.
El agua le corrió por la narizhasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra leestalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caíadesde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía aencantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y sele movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta yla camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animalinvisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en unhumo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió enseis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravillosoesmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantestitubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó afotografiarlos. Luego oscuridad y agua.
Calado hasta los huesos, BenjamínDriscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados.Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, yera la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante doshoras. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantesque nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacóuna muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió conuna sonrisa en los labios.
El sol asomó lentamente entre lascolinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señorDriscoll.
No se levantó en seguida. Habíaesperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes detrabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra elcielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni unadocena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y noárboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormesy altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos ymacizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árbolessusurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos,pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos,manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa,alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propiosojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señorDriscoll.
Pero el valle y la mañana eranverdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como unacorriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, eloxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando enlas alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde,el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Uninstante después las puertas de las casas se abrirían de par en par yla gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándoloen bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos,corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos debaile.
Benjamín Driscoll aspiróprofundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.
Antes de que despertara de nuevo,otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.
FIN

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