Cuento de Navidad
y Próspero 2009
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Fotos: EFE
Rufus H. Washington III contempla el atardecer. Recuerda con nostalgia que hasta hace unos pocos meses podía hacerlo desde el porche de su casa. No puede decirse que fuera una buena casa, pero desde luego era bastante mejor que el lugar donde ahora vive. Y además era suya. Bueno, hasta cierto punto. Aunque las escrituras de propiedad estaban a su nombre, sobre ella pesaba una hipoteca que superaba con mucho sus posibilidades económicas.
No siempre había sido así: hasta hace cinco años la casa figuraba a nombre de otro propietario, John Seymour, al que Rufus mal pagaba el alquiler. Hasta que un día apareció el vendedor de hipotecas y le ofreció una solución que significaba, o así parecía entonces, el fin de los problemas para Rufus y para su casero: el banco le prestaría el dinero necesario para comprar la casa en la que vivía. Incluso más dinero aún. Porque, como todo el mundo sabía, la casa se iba a revalorizar, y esas expectativas futuras podían convertirse en riqueza inmediata. La hipoteca podía formalizarse a 40 o 50 años, con lo que sus vencimientos serían muy inferiores a lo que pagaba de alquiler.
Rufus juzgó que aquello era una buena idea, y le asombró que a nadie se le hubiera ocurrido antes. Tomó el préstamo, compró la casa. John Seymour se fue contento con su dinero y Rufus dejó de soportar mensualmente sus molestos recordatorios. Además, para celebrar su súbito cambio de fortuna, y aprovechando el exceso de efectivo que el banco había puesto en sus manos, Rufus se compró un coche nuevo. Un Ford todoterreno de inmenso maletero, lo que siempre había soñado y nunca se había podido permitir.
Rufus suspira, recordando aquellos días de euforia. Luego vinieron las rebajas. La pérdida de su empleo precario. La ejecución fulminante de la hipoteca, al tercer impago, porque a la exigua solvencia de Rufus se unió la rápida pérdida de valor de su casucha y el responsable de cobros del banco comprendió que no había tiempo que perder si quería recuperar algo de lo que habían apostado a aquel caballo perdedor. Ahora a Rufus le toca celebrar la Navidad en el único lugar donde ha encontrado refugio. Una gran explanada de aparcamiento, donde vive en el maletero de su todoterreno, como otros varios cientos de desahuciados. Mientras mira el atardecer a través de los cristales del vehículo, envuelto en sus mantas polares, medita sobre si tiene sentido salir al frío para felicitar a sus vecinos. Qué puede desearles para estos días, o para el 2009 que llama a las puertas. Que las cosas no vayan aún peor.
El ex casero de Rufus tampoco es feliz. No sólo vendió la casa de Rufus. Poseía cinco más, todas ellas alquiladas a chusma mal pagadora. De todas ellas se deshizo, con lo que juntó un par de hermosos millones de dólares. Fue a su banquero de toda la vida, que se lo colocó en uno de esos modernos productos financieros de Wall Street. Su capitalito le daba al mes, puntual como un reloj, más de lo que a duras penas les sacaba a sus antiguos inquilinos. Hasta que se descubrió que los activos en que había invertido su fortuna no valían nada, porque estaban materializados en créditos fallidos. Así que esta navidad también es negra para él. Antes, al menos, tenía seis casas, seis inquilinos y, mal que bien, cuando fallaba uno, le pagaba el otro. Ahora está a cero.
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