miércoles, 18 de julio de 2012

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La bella alma de don Damián
[Cuento. Texto completo]
 Juan Bosch
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/bosch/la_bella_alma_de_don_damian.htm

Don Damián entró en la inconscienciarápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo por encima detreinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto decalcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón.El alma tenía infinita cantidad de tentáculos, como un pulpo deinnúmeros pies, cada uno metido en una vena y algunos sumamentedelgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y amedida que iba haciéndolo don Damián perdía calor y empalidecía. Se leenfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la caracomenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personasque rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo queera tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hayque apresurarse, o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hastaque me queme la fiebre”.
Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanasentraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día.Asomándose a la boca de don Damián -que se conservaba semiabierta paradar paso a un poco de aire- el alma notó la claridad y se dijo que sino actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente lavería salir y le impediría abandonar el cuerpo de su dueño. El alma dedon Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no sabía queuna vez libre resultaba totalmente invisible.
Hubo un prolongado revuelo defaldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el enfermo, y sedijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada comoestaba en escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringahipodérmica en la mano.
-¡Ay, Dios mío, Dios mío, que nosea tarde! -clamó la voz de la vieja criada.
Pero era tarde. A un mismo tiempola aguja penetraba en un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de laboca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que lainyección había sido un gasto inútil. En un instante se oyeron gritosdiversos y pasos apresurados, y mientras alguien -de seguro la criada,porque era imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de donDamián- se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se lanzaba alespacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia quependía del centro del techo. Allí se agarró con suprema fuerza y miróhacia abajo; don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casitransparentes y duras como el cristal; los huesos del rostro parecíanhaberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él semovían la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en ellecho sollozaba la anciana criada. El alma sabía a ciencia cierta loque estaba sintiendo y pensando cada una, pero no quiso perder tiempoen observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allídonde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptiblemiedo. De pronto vio a la suegra de don Damián tomar a su hija de unbrazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y heaquí las palabras que oyó el alma:           
-No vayas a comportarte ahora comouna desvergonzada. Tienes que demostrar dolor.
-Cuando llegue gente, mamá-susurró la hija.
-No, desde ahora. Acuérdate que laenfermera puede contar luego...
En el acto la flamante viudacorrió hacia la cama como una loca diciendo:
-¡Damián, Damián mío; ay, miDamián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi vida?
Otra alma con menos mundo sehubiera asombrado, pero la de don Damián, trepada en su lámpara, admiróla buena ejecución del papel. El propio don Damián procedía así enciertas ocasiones, sobre todo cuando le tocaba actuar en lo que élllamaba "la defensa de mis intereses". La viuda lloraba ahora"defendiendo sus intereses". Era bastante joven y agraciada, en cambiodon Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él laconoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de loscelos de su ex dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por ciertopocos meses, en la que la mujer dijo:
-¡No puedes prohibirme que lehable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero!
A lo que don Damián habíacontestado que con ese dinero él había comprado el derecho a no serpuesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención dela suegra y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeoradopor la circunstancia de que la discusión fue cortada en seco debido ala llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujeratendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella,el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor.
Estaba el alma allá arriba, en lalámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa unsacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto quetodavía no acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sidovisita durante la noche.
-Vine porque tenía elpresentimiento; vine porque temía que don Damián diera su alma sinconfesar -trató de explicar.
A lo que la suegra del difunto,llena de desconfianza, preguntó:
-¿Pero no confesó anoche, padre?
Aludía a que durante cerca de unahora el ministro del Señor había estado encerrado a solas con donDamián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no habíasucedido eso. Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabíatambién por qué había llegado el cura. Aquella larga entrevistasolitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdoteproponía a don Damián que testara dejando una importante suma para elnuevo templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejarmás dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. Nose entendieron y al llegar a su casa el padre notó que no llevabaconsigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una vezlibre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia,así como adivinar lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabíaque el cura se había dicho: "Recuerdo haber sacado el reloj en casa dedon Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá". Demanera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver conel reino de Dios.
-No, no confesó -explicó elsacerdote mirando fijamente a la suegra de don Damián-. No llegó aconfesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora paraconfesar y tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima -dijomientras movía el rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sinduda con la esperanza de ver el reloj en una de ellas.
La vieja criada, que tenía más decuarenta años atendiendo a don Damián, levantó la cabeza y mostró dosojos enrojecidos por el llanto.
-Después de todo no le hacía falta-aseguró-, que Dios me perdone. No necesitaba confesar porque tenía unabella alma, una alma muy bella tenía don Damián.
¡Diablos, eso sí era interesante!Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera bella. Su amo hacíaciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico yvestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta debanco, el alma no había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos quepodían relacionarse con su propia belleza o con su posible fealdad. Porejemplo, recordaba que su amo le ordenaba sentirse bien cuando traslaboriosas entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera dequedarse con la casa de algún deudor -y a menudo ese deudor no teníadónde ir a vivir después- o cuando a fuerza de piedras preciosas y deayuda en metálico -para estudios, o para la salud de la madre enferma-una linda joven de los barrios obreros accedía a visitar cierto lujosodepartamento que tenía don Damián. ¿Pero era ella bella o era fea?
Desde que logró desasirse de lasvenas de su amo hasta que fue objeto de esa mención por parte de lacriada, había pasado, según cálculo del alma, muy corto tiempo; yprobablemente era mucho menos todavía de lo que ella pensaba. Todosucedió muy de prisa y además de manera muy confusa. Ella sintió que secocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió que la fiebreseguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche,el médico lo había anunciado. Había dicho:
-Puede ser que la fiebre suba alamanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre algo llámenme.
¿Iba ella a permitir que se lehorneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro vital muycerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedíanfuego. Perecería como los animales horneados, lo cual no era de suagrado. Pero en realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde quedejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que todavía no se sentíalibre del calor a pesar del ligero fresco que el día naciente esparcíay lanzaba sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta.Pensaba que no había sido violento el cambio de clima entre lasentrañas de su ex dueño y la cristalería de la lámpara, gracias a locual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué habíade las palabras de la criada? "Bella", había dicho la ancianaservidora. La vieja sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amoporque lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hicieraregalos. Al alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación.
-¡Claro que era una bella alma lasuya! -corroboraba el cura.
-Bella era poco, señor -aseguró lasuegra.
El alma se volvió a mirar y viocómo, mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija con los ojos. Entales ojos había a la vez una orden y una imprecación. Parecían decir:"Rompe a llorar ahora mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura sedé cuenta de que te ha alegrado la muerte de este miserable". La hijacomprendió en el acto el mudo y colérico lenguaje, pues a seguidasprorrumpió en dolorosas lamentaciones:
-¡Jamás, jamás hubo alma más bellaque la suya! ¡Ay, Damián mío, Damián mío, luz de mi vida!
El alma no pudo más; estabasacudida por la curiosidad y por el asco; quería asegurarse sin perderun segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar donde cadaquien trataba de engañar a los demás. Curiosa y asqueada, pues, selanzó desde la lámpara en dirección hacia el baño, cuyas paredesestaban cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia paracaer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar quela gente no podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso.Sintió gran alivio cuando advirtió que pasaba inadvertida, y corrió,desolada, a colocarse frente a los espejos.
¿Pero qué estaba sucediendo, granDios? En primer lugar, ella se había acostumbrado durante más desesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojosestaban altos, a un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estabaacostumbrada, además, al rostro vivaz de su amo, a su ojos claros, a supelo brillante de tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el pechoy levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se vestía. Y lo queveía ahora ante sí no era nada de eso, sino una extraña figura de acasoun pie de altura, blanduzca, parda, sin contornos definidos. En primerlugar, no se parecía a nada conocido, pues lo que debían ser dos pies ydos piernas, según fue siempre cuando se hallaba en el cuerpo de donDamián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de tentáculoscomo los del pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros,unos más delgados que los demás y todos ellos como hechos de humosucio, de un indescriptible lodo impalpable, como si fuerantransparentes y no lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblabancon repugnante fealdad. El alma de don Damián se sintió perdida. Sinembargo sacó coraje para mirar más hacia arriba. No tenía cintura. Enrealidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde sereunían los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída,algo así como una corteza rugosa y purulenta, y del otro un montón depelos sin color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos. Pero no eraeso lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que laenvolvía, sino que su boca era un agujero informe, a la vez como deratón y de hoyo irregular en una fruta podrida, algo horrible,nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese hoyobrillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y expresión deterror y perfidia! ¿Cómo explicarse que todavía siguieran esas mujeresy el cura asegurando allí, en la habitación de al lado, junto al lechodonde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella?
-¿Salir, salir a la calle yo así,con este aspecto, para que me vea la gente? -se preguntaba en lo quecreía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible.Estaba perdida en un negro túnel de confusión. ¿Qué haría, qué destinotomaría?
Sonó el timbre. A seguidas laenfermera dijo:
-Es el médico, señora. Voy aabrirle.
A tales palabras la esposa de donDamián comenzó a aullar de nuevo, invocando a su muerto marido yquejándose de la soledad en que la dejaba.
Paralizada ante su propia imagenel alma comprendió que estaba perdida. Se había acostumbrado a surefugio, al alto cuerpo de don Damián; se había acostumbrado incluso alinsufrible olor de sus intestinos, al ardor de su estómago, a lasmolestias de sus resfriados. Entonces oyó el saludo del médico y la vozde la suegra que declamaba:
-¡Ay, doctor, qué desgracia,doctor, qué desgracia!           
-Cálmese, señora, cálmese-respondía el médico.
El alma se asomó a la habitacióndel difunto. Allí, alrededor de la cama se amontonaban las mujeres; depie en el extremo opuesto a la cabecera, con un libro abierto, el curacomenzaba a rezar. El alma midió la distancia y saltó. Saltó confacilidad que ella misma no creía tener, como si hubiera sido de aire oun extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin ser visto. DonDamián conservaba todavía la boca ligeramente abierta. La boca estabacomo hielo, pero no importaba. Por allá entró raudamente el alma y aseguidas se coló laringe abajo y comenzó a meter sus tentáculos en elcuerpo, atravesando las paredes interiores sin dificultad alguna.Estaba acomodándose cuando oyó hablar al médico.
-Un momento, señora, por favor-dijo. El alma podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa. Elmédico se acercó al cuerpo de don Damián, le tomó una muñeca, parecióazorarse, pegó el rostro al pecho y lo dejó descansar ahí un momento.Después, despaciosamente, abrió su maletín y sacó un estetoscopio; contodo cuidado se lo colocó en ambas orejas y luego pegó el extremosuelto sobre el lugar donde debía estar el corazón. Volvió a ponerexpresión azorada; removió el maletín y extrajo de él una jeringahipodérmica. Con aspecto de prestidigitador que prepara un númerosensacional, dijo a la enfermera que llenara la jeringa mientras él ibaamarrando un pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián. Alparecer, tantos preparativos alarmaron a la vieja criada.
-¿Pero para qué va a hacerle eso,si ya está muerto el pobre? -preguntó.
El médico la miró de hito en hitocon aire de gran señor; y he aquí lo que dijo, si bien no para que leoyera ella, sino para que le oyeran sobre todo la esposa y la suegra dedon Damián:
-Señora, la ciencia es la ciencia,y mi deber es hacer cuanto esté a mi alcance para volver a la vida adon Damián. Almas tan bellas como la suya no se ven a diario y no esposible dejarle morir sin probar hasta la última posibilidad.
Este breve discurso, dicho connoble calma, alarmó a la esposa. Fue fácil notar en sus ojos un brilloduro y en su voz cierto extraño temblor.
-¿Pero no está muerto? -preguntó.
El alma estaba ya metida del todoy sólo tres tentáculos buscaban todavía, al tacto, las venas en quehabían estado años y años. La atención que ponía en situar esostentáculos donde debían estar no le impidió, sin embargo, advertir elacento de intriga con que la mujer hizo la pregunta.
El médico no respondió. Tomó elantebrazo de don Damián y comenzó a pasar una mano por él. A ese tiempoel alma iba sintiendo que el calor de la vida iba rodeándola,penetrándola, llenando las viejas arterias que ella había abandonadopara no calcinarse. Entonces, casi simultáneamente con el nacimiento deese calor, el médico metió la aguja en la vena del brazo, soltó elligamento de encima del codo y comenzó a empujar el émbolo de lajeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la vida fueascendiendo a la piel de don Damián.
-¡Milagro, Señor, milagro!-barbotó el cura.
Súbitamente, presenciando aquellaresurrección, el sacerdote palideció y dio rienda suelta a suimaginación. La contribución para el templo estaba segura, ¿pues cómopodría don Damián negarle su ayuda una vez que él le refiriera, en losdías de convalecencia, cómo le había visto volver a la vida segundosdespués de haber rogado pidiendo por ese milagro? “El Señor atendió amis ruegos y lo sacó de la tumba, don Damián”, diría él.
Súbitamente también la esposasintió que su cerebro quedaba en blanco. Miraba con ansiedad el rostrode su marido y se volvía hacia la madre. Una y otra se hallabandesconcertadas, mudas, casi aterradas.
Pero el médico sonreía. Se hallabamuy satisfecho, aunque trataba de no dejarlo ver.
-¡Ay, si se ha salvado, gracias aDios y a usted! -gritó de pronto la criada, los ojos cargados delágrimas de emoción, tomando las manos del médico-. ¡Se ha salvado,está resucitado! ¡Ay, don Damián no va a tener con qué pagarle, señor!-aseguraba.
Y cabalmente en eso estabapensando el médico, en que don Damián tenía de sobra con qué pagarle.Pero dijo otra cosa. Dijo:
-Aunque no tuviera con qué pagarmelo hubiera hecho, porque era mi deber salvar para la sociedad un almatan bella como la suya.           
Estaba contestándole a la criada,pero en realidad hablaba para que le oyeran los demás; sobre todo paraque le repitieran esas palabras al enfermo unos días más tarde, cuandoestuviera en condiciones de firmar.
Cansada de oír tantas mentiras elalma de don Damián resolvió dormir. Un segundo después don Damián sequejó, aunque muy débilmente, y movió la cabeza en la almohada.
-Ahora dormirá varias horas-explicó el médico- y nadie debe molestarlo.
Diciendo lo cual dio el ejemplo, ysalió de la habitación en puntillas.
FIN

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