A la deriva
[Cuento. Texto completo]
Horacio Quiroga
El hombre pisóalgo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltóadelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que,arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeadaa su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, ysacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió másla cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó delomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta lamordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instantecontempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, ycomenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo consu pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, consensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos otres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desdela herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna condificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante,le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echóde brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetadesaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La pielparecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a sumujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. Lased lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en unestertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno,que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió denuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestóla mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña,te digo!
La mujer corrió otra vez,volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos,pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuróentonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre lahonda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosamorcilla.
Los dolores fulgurantes sesucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. Laatroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más,aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómitolo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, ydescendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa ycomenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río,que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaríaantes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía,pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manosdormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -desangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta mediomuslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. Elhombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajovientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblementedoloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo aTacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunquehacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río seprecipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmenteatracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veintemetros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerzapudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegueeste favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En elsilencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valorpara llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, lallevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondode una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonanfúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques debasalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados,detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado seprecipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje esagresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sinembargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando elhombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violentoescalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza:se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y supecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, nohabía duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para moverla mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo.Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con éluna somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la piernani en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acasoviera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, alponiente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se habíacoloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el montedejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantesefluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muyalto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro,la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante elborbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vezmejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin vera su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años ynueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba heladohasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de misterDougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza unviernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
FIN
1. Caña: Aguardiente destilado de la caña de azúcar.