sábado, 25 de agosto de 2012

Por Lucas Petersen ESPECIAL PARA CLARIN

El brasileño que leyó a Borges y lo halló nacionalista y admirador de Rosas


http://www.clarin.com/sociedad/brasileno-Borges-nacionalista-admirador-Rosas_0_761923966.html

 

Para leer y comentar...


Misa de gallo
 [Cuento. Texto completo]
 J. M. Machado de Assis

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/por/machado/misa_de_gallo.htm

 Nunca pudeentender la conversaciónque tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ellatreinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a lamisa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaríaa medianoche.
La casa en la que estaba hospedadoera la del escribano Meneses, que había estado casado en primerasnupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madrede ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río deJaneiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo enaquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocasrelaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, lamujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.
A las diez de la noche toda lagente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía.Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando aMeneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces lasuegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él norespondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañanasiguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses teníaamoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa unavez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de laconcubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando queestaba bien hecho.
¡Qué buena Concepción! La llamabansanta, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente losolvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sinextremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecíamahometana; bien habría aceptado un harén, con las aparienciasguardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado ypasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo quellamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonabatodo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.
Aquella noche el escribano habíaido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya enMangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para verla misa de gallo en la Corte. La familia se recogió a la hora decostumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahípasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie.Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía elescribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.
-Pero, señor Nogueira, ¿qué haráusted todo este tiempo? -me preguntó la madre de Concepción.
-Leer, doña Ignacia.
Llevaba conmigo una novela, Lostres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio.Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz deun quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballode D'Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebriode Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbranhacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, decasualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó adespertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de lasala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse enla puerta, era Concepción.
-¿Todavía no se ha ido? -preguntó.
-No, parece que aún no esmedianoche.
-¡Qué paciencia!
Concepción entró en la sala,arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a lacintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida demi novela de aventuras.
Cerré el libro; ella fue asentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Lepregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ellarespondió enseguida:
-¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yosola.
La encaré y dudé de su respuesta.Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haberempezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría unsignificado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertirque precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese parano preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.
-Pero la hora ya debe de estarcerca.
-¡Qué paciencia la suya de esperardespierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedolas almas del otro mundo?
Observé que se asustaba al verme.
-Cuando escuché pasos, me parecióraro; pero usted apareció enseguida.
-¿Qué estaba leyendo? No me diga,ya sé, es la novela de los mosqueteros.
-Justamente; es muy bonita.
-¿Le gustan las novelas?
-Sí.
-¿Ya leyó La morenita?
-¿Del doctor Macedo? La tengo alláen Mangaratiba.
-A mí me gustan mucho las novelas,pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?
Comencé a nombrar algunas.Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metíalos ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. Devez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos.Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunossegundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y seapoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de lasilla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.
"Tal vez esté aburrida", pensé.
Y luego añadí en voz alta:
-Doña Concepción, creo que se vallegando la hora, y yo...
-No, no, todavía es temprano.Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si noduerme de noche es capaz de no dormir de día?
-Lo he hecho.
-Yo no; si no duermo una noche, alotro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también esque me estoy haciendo vieja.
-Qué vieja ni qué nada doñaConcepción.
Mi expresión fue tan emotiva quela hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudestranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado dela sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta deldespacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba unaimpresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no se quécadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; esegesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se deteníaalgunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugaralgún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa depor medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresade encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía,es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me laquería perder.
-Es la misma misa de pueblo; todaslas misas se parecen.
-Ya lo creo; pero aquí debe habermás lujo y más gente también. Oiga, la semana santa en la Corte es másbonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, ylas de San Antonio...
Poco a poco se había inclinado;apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entresus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caíannaturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menosdelgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era unanovedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, laimpresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesarde la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia deConcepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo loque pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas quese me ocurrían.
Hablaba enmendando los temas, sinsaber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo parahacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todosiguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; lanariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aireinterrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:
-¡Más bajo! Mamá puede despertarse.
Y no salía de aquella posición,que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente,no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamoslos dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedabaseria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó;cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a milado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de laschinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bataera larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras.
Concepción dijo bajito:
-Mamá está lejos, pero tiene elsueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.
-Yo también soy así.
-¿Cómo? -preguntó ella inclinandoel cuerpo para escuchar mejor.
Fui a sentarme en la silla quequedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rió de lacoincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueñosligeros.
-Hay ocasiones en que soy igual amamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la camaa lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme ynada.
-Fue lo que le pasó hoy.
-No, no -me interrumpió ella.
No entendí la negativa; puede serque ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de labata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilladerecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de unahistoria de sueños y me aseguró que únicamente había tenido unapesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla sefue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuentani de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o unaexplicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba denuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:
-Más bajo, más bajo.
Había también unas pausas. Dos otres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por uninstante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiesecerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de loembebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió acerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que meaparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una deésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas erasimpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazoscruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso unade sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé queiba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese unescalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde meencontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo quequedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de lapared.
-Estos cuadros se están haciendoviejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.
Chiquinho era el marido. Loscuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representabaa "Cleopatra"; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgaresambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.
-Son bonitos -dije.
-Son bonitos, pero estánmanchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dossantas. Estas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o debarbero.
-¿De barbero? Usted no ha ido aninguna barbería.
-Pero me imagino que los clientes,mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, ynaturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figurasbonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Eslo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea,no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción,mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en lapared, ni yo quiero, está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo lade la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo quellegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ellacontaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocabapereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia.Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unasanécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todomezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló delpresente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que,desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no erannada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisieteaños.
Y ahora no se cambiaba de lugar,como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía losgrandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.
-Necesitamos cambiar el tapiz dela sala -dijo poco después, como si hablara consigo misma.
Estuve de acuerdo para deciralguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que seaque fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabarla charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y losdesviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que parecieraque me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo losojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencioera total.
Llegamos a quedarnos por algúntiempo -no puedo decir cuánto- completamente callados. El rumor, únicoy escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó deaquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontréla manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, porfuera, y una voz que gritaba: "¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!"
-Allí está su compañero, quégracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene adespertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.
-¿De verdad? -pregunté.
-Claro.
-¡Misa de gallo! -repitieron desdeafuera, golpeando.
-Vaya, vaya, no se haga esperar.La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.
Y con la misma cadencia delcuerpo, Concepción entró por el corredor adentro, pisaba mansamente.Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos deallí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción seinterpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe estopor mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé dela misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar lacuriosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre,natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de lavíspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río deJaneiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía.Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré.Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de sumarido.

jueves, 23 de agosto de 2012

23/08/12 - Hoy se celebra el Día del Lector, en honor a Borges y los amantes de la literatura -

http://www.misionesonline.net jl/noticias/23/08/2012/hoy-se-celebra-el-dia-del-lector-en-honor-a-borges-y-los-amantes-de-la-literatura
José Luis

lunes, 20 de agosto de 2012

miércoles, 1 de agosto de 2012

Para leer y comentar...


Encender una hoguera
 [Cuento. Texto completo]
 Jack London
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/london/encender_una_hoguera.htm

Acababa de amanecer un día gris yfrío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la rutaprincipal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un senderoapenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entrebosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar ala cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a símismo el descanso con el pretexto de mirar sureloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una solanube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era undía despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas unaespecie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía elambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba.Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desdeque lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchosmás antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por elhorizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.
Echó una mirada atrás, al caminoque había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía ocultobajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumuladootros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y queformaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendíala blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura quepartiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía endirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección alnorte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos.Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba alo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyeay al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setentamillas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas másdespués, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.
Pero todo aquello (la línea fina,prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmensofrío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo alhombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello;era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno.Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo paralas cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en lossignificados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unosochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en unfrío desagradable, y eso era todo. No lo inducíaa meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajastemperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo devivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca dela inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en eluniverso. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemaduradel hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse pormedio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuentagrados bajo cero se reducían para él a eso... a cincuenta grados bajocero. Que pudieran significar algo más, era una ideaque no hallaba cabida en su mente.
Al volverse para continuar sucamino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante aun estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió lasaliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombresabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar lanieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente latemperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero noimportaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del ArroyoHenderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allídesde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria,mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraermadera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría alcampamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, eracierto, pero los muchachos, que ya sehallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaríapreparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo... palpó con la mano elbulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa,envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era elúnico modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo deaquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendaslonchas de tocino frito.
Se introdujo entre los gruesosabetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie denieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie yligero de equipaje. De hecho, no llevaba más queel almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, laintensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras sefrotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada enuna manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no loprotegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la narizávida que se hundía agresiva en el aire helado.
Pegado a sus talones trotaba unperro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamentomuy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzabaabrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar.Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quienacompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados,ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajocero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco gradosbajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta ydos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto decongelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente sucerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puedetenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentabaun temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarsepegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todomovimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento oque buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perrohabía aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, almenos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.
La humedad helada de surespiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allídonde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado.La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados,pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido enhielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, yaquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuandoescupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era unabarba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecíaconstantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal enpequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquelapéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascartabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pueshabía ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. Notanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro enSesenta Millashabía marcado en una ocasión cincuenta grados, y hastacincuenta y cinco grados bajo cero.
Anduvo varias millas entre losabetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados ydescendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo.Aquel era el Arroyo Henderson. Se hallaba a diez millas de labifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millaspor hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidióque celebraría el hecho almorzando allí mismo.
Cuando el hombre reanudó su caminocon paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó denuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entrelas patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas docepulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo serhumano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyosilencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dadoa la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensarexcepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tardeestaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quienhablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlodebido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguióadelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barbade ámbar.
De vez en cuando se reiteraba ensu mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca habíaexperimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su caminose frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundadaen una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con laizquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillosse le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedabainsensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía ysentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en díasde mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y alcabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillasentumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamenteserio.
A pesar de su poca inclinación apensar era buen observador y reparó en los cambios que habíaexperimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en lasacumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de laprimavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. Encierto momento, al doblar una curva, se detuvosobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio unrodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre losabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el aguaen aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales quebrotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo delrío. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y noignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas.Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad queoscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estabancubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgadaoculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capasde agua y de hielo, de modo que si el caminanterompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas            con peligro de hundirse en el agua, en ocasioneshasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notadocómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una finacapa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquellatemperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba unretraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calorde la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines delana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corrientede agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar defrotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por laizquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dóndeponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nuevaporción de tabaco y reemprendió su camino.
En el curso de las dos horassiguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieveacumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado queadvertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto desucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a quecaminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta queel hombre se vio obligado a empujarlo, y sóloentonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. Depronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscóterreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casiinmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo.Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego setendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que sehabía formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitirque el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no losabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de lascriptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque sujuicio le había ayudado a comprenderlo, y poreso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarselas partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no habíadejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los teníaentumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla atoda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.
A las doce, la claridad era mayor,pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viajeinvernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra seinterponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminababajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce ymedia en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha quellevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Sedesabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no lellevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que lasensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; estavez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena deveces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. Eldolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas sedesvaneció tan pronto que se sorprendió. Nohabía mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedosrepetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, encambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta,pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de sudescuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a laintemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que laspunzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vezmás tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado oporque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de lospies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.
Se puso la manopla apresuradamentey se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contrael suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor,hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenidorazón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Ypensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta quedarle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dandofuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos,hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces losfósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajode un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por eldeshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y seavenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco alas primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor sederritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momentohabía logrado vencer al frío del exterior. El perro se solazó al fuegoy se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarsesin peligro de quemarse.
Cuando el hombre terminó de comerllenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, seajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierdadel arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego.Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasadosignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a losciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sísabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado susabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino conaquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en unagujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara elrostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre elhombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno erasiervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las dellátigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por esoel perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores.Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera eraexclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con ellenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.
El hombre se metió en la boca unanueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto sualiento húmedo le cubrió de un polvo blanco elbigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en laorilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallarninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nadaadvertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieveparecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fuemucho, pero antes de lograr ponerse de pie enterreno firme se había mojado hasta la rodilla.
Se enfureció y maldijo en voz altasu suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquelpercance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encenderuna hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines ylos mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí losabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera delriachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetosenanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramasprincipalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y debriznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncosmás grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera eimpidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llamaque logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedulque se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con másfacilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base detroncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca ylas ramas de menor tamaño.
Trabajó lentamente y con cautela,sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama sefortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía.Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la maderade entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego.Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco gradosbajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primerintento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puedecorrer media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero asetenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular lasangre por unos pies mojados. Cuanto más secorre, más se hielan los pies.
Esto el hombre lo sabía. Elveterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, yahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies.Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y losdedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatromillas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficiedel tronco y las extremidades, pero en el instante en que se habíadetenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sinpiedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarseen aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre desu cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estabaviva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigode aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas porhora obligaba a la sangre a circularhasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechandosu inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos desu cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectosde su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedosexpuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habíanempezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, yla piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.
Pero el hombre estaba a salvo. Elhielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque elfuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas delgrueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos delgrosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y loscalcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los piesdesnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve.La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejodel veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano habíaenunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo decincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región delKlondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente mástemido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos,pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras nose perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo contal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidada que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado quelos dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida sehallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama ylos sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger unarama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logradosu propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escasocontacto.
Pero todo aquello no importabagran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando yprometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse losmocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanesse habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta mediapantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de aceroanudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentostrató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de lainutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.
Pero antes de que pudiera cortarlos cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho,consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas delabeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillorecoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente alfuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. Elviento no había soplado en varias semanas y las ramas estabanexcesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía,comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender,pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol unarama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impactomultiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobrelas ramas más bajas. La nieve creció como en una avalancha y cayó sinprevio aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó.Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que undesordenado montón de nieve fresca.
El hombre quedó estupefacto. Fuecomo si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes sequedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera unalegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo delSulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora nocorrería peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero deeste modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez unfallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro eraque perdería para siempre parte de los dedos delos pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender unfuego.
Estos fueron sus pensamientos,pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por sumente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para lahoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudierasofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladaspor el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podíalevantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchasramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero nopodía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva unmontón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vezque el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lomiraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo considerabael encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.
Cuando todo estuvo listo, elhombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul.Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oíacrujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó nopudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente laidea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más.Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo lucharcontra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes yblandió los brazos en el aire para sacudirlosdespués con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luegode pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con sucola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, ylas agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre,mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintióuna enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo sucobertura natural.
Al poco tiempo sintió la primeraseñal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suavecosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hastaconvertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió conindecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y sedispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo aperder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforosde sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente susdedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, elpaquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Losdedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción conuna inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, lanariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó encuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidióutilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos desus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró,o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba yatotalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopladerecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego,utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforosentre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto nohabía conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar elpaquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantóhasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con unenorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó ellabio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al finlo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada.No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre losdientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación,hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre losdientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre lellegó a los pulmones y le causó una tosespasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.
El veterano del Arroyo del Sulfurotenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperaciónque siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debeviajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero nonotó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con losdientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos.Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercerpresión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. Depronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismotiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeóla cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza deabedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. Lacarne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo lasuperficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hastaconvertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendotorpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque susmanos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.
Al fin, cuando no pudo aguantarmás, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteandosobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó aacumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podíaseleccionar, porque la única forma de transportar el combustible erautilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentosde madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con losdientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significabala vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de sucuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente.Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo,pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Lasramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar delenorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos seimpuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevóen el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, elencargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras mirabaapáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentadofrente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía conimpaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando deuna a otra el peso de su cuerpo.
Al ver al animal se le ocurrió unaidea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que,sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lohabía abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en sucuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpocaliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encenderíaotra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustóal animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algoextraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. Nosabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor sedespertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, perono acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él.Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que sehizo a un lado atemorizado.
El hombre se sentó en la nieveunos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso lasmanoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primeropara asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia desensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra.Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombrevolvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en lavoz, volvió a su servilismo acostumbrado y loobedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió elcontrol. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresaque las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notabala menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que elproceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidezque antes de que el perro pudiera escapar lohabía aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvoaferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.
Aquello era lo único que podíahacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquierapodía matarlo. Le era completamente imposible.Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar alanimal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas,sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, ydesde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas yproyectadas hacia el frente.
El hombre se buscó las manos conla mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Lepareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió ablandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contralos costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada,y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de sucuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sinsentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como pesomuerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esaimpresión, no la encontraba.
Comenzó a invadirle el miedo a lamuerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó enla cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de lasmanos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en elque llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió yechó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja rutaya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura queél. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no habíasentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: lasriberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, elcielo... Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible quesi seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento.Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte dela cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarloy salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltóuna nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, quese hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él ypronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a estenuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de sumente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombrese esforzaba en pensar en otras cosas.
Le extrañó poder correr conaquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en elsuelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarsesobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte habíavisto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiríaMercurio al volar sobre la tierra.
Su teoría acerca de correr hastallegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de laresistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, enuna ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fueimposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poderlevantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a sudestino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadíauna sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareciósentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo,cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ningunasensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, nohabía logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. Depronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en sucuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La ideadespertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero elpensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta queel hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudosoportarlo y comenzó a correr de nuevo.
Y siempre que corría, el perro loseguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez,el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y sesentó a mirarlo con            fijeza extraña. El calor y laseguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que loinsultó hasta que el animal agachó las orejas con gestocontemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayorrapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos losflancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudosostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de brucessobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuandorecuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muertecon dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada enestos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al corrercomo corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil queprimero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haríacon cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron losprimeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante elsueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terriblecomo la gente creía. Había peores formas de morir.
Se imaginó el momento en que loscompañeros lo encontrarían al día siguiente. Sevio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía consus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre lanieve. Ya no era parte de sí mismo... Había escapado de su envolturacarnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre elhielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a supaís le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello.Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Loveía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado alcalor del fuego, mientras fumaba su pipa.
-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón-susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo delSulfuro.
Y después se hundió en lo que lepareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve díallegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba quese preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombreasí sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego.Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándoloel ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó agruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera delcastigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perrogruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta queolfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unossegundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban,brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó porla ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y proveedores-de-fuego.
FIN